La tristeza es una emoción natural que aparece ante una pérdida, un cambio o una decepción. Aunque muchas veces queremos evitarla, la tristeza cumple una función importante: nos invita a detenernos, a mirar hacia adentro y a procesar lo que nos duele. Cuando le damos espacio y atención, puede convertirse en una puerta hacia la resiliencia.

La resiliencia no significa no sufrir, sino aprender a adaptarnos y a salir fortalecidos del dolor. Para que esto ocurra, es fundamental permitirnos sentir la tristeza sin juzgarla ni reprimirla. Llorar, hablar de lo que duele o escribir lo que sentimos son formas saludables de procesarla.

Otra herramienta clave es resignificar la experiencia. Preguntarnos qué aprendimos, qué fortalezas descubrimos en nosotros o qué queremos cambiar a partir de lo vivido, puede darle un nuevo sentido al sufrimiento.

Rodearnos de personas empáticas también es esencial. No necesitamos consejos, sino presencia y escucha. El apoyo emocional es un pilar de la resiliencia.

Practicar el autocuidado físico y emocional también ayuda: dormir bien, alimentarnos de forma saludable, movernos, conectar con la naturaleza o realizar actividades que nos den alegría o calma, pueden fortalecer el ánimo.

La tristeza no es enemiga de la felicidad. Es parte del camino y, cuando se le permite ser, se transforma en aprendizaje, profundidad y fuerza interior. Así es como la tristeza puede convertirse en resiliencia.